Dejar de existir. La ironía y las redes sociales

El extrañamiento en la experiencia, hacia la vida misma, es una de las condiciones de los tiempos que corren. Acudimos a las sensaciones más humanas desde la distancia, no tanto como si asistiéramos al gran momento de lo real, sino a recreaciones de estados anteriores. En este sentido, es en la aparición de las redes sociales donde este extrañamiento crece y se alimenta a sí mismo, ya que allí todo es simulacro –el original tan solo existe detrás de la pantalla, bien lejos del alcance de sus interlocutores-.

En un lugar donde el contagio de tendencias –que no ideas- es más vertiginoso de lo que hemos conocido hasta ahora, y donde los vaivenes de la moda no atienden solo al consumo de bienes tangibles, sino a las maneras de hablar y relacionarnos, es curioso lo que ha permanecido en el tiempo: la ironía.

Cuando Facebook llegó a nuestras vidas, los usuarios no dudamos en hacer un uso irónico de las palabras que formaban parte del día a día de la plataforma. Nuestra manera de reírnos de las famosas señoras de Facebook, en efecto, no era otra que haciéndonos sus fans –posteriormente, me gusta-. Si hojeamos las inquietudes de Facebook de los usuarios –que el portal, para facilitar la difusión de publicidad, sistematizó según los criterios de una base de datos-, veremos que allí aquello de lo que nos reímos se encuentra, de hecho, en la misma categoría que aquello que admiramos realmente, sin mediación del giro de la ironía.

Hoy, también en Twitter es habitual ver que lo más comentado se evoca siempre desde la distancia del sarcasmo. Son lugares en que lo real, como tal, no tiene lugar, o se desestima. El camino que lleve de la imagen al original debe estar cuidado al detalle, a riesgo de crear confusiones –nadie quiere que se le pueda tomar demasiado en serio cuando confiesa escuchar una determinada música o ver un programa de televisión, debe quedar claro, es todo una ilusión-. Cabe pensar que la ironía es la única manera de justificarnos cuando nos encontramos siendo parte de las audiencias más facilonas y zafias. ‘¡No soy yo, de verdad, solo me estoy riendo de mí mismo! Me recreo en una determinada actitud no como una oveja más del redil, sino en un acto deliberado y voluntario.’

Así se podría resumir tantas veces la comunicación en las redes sociales. Y no se trata solo de que podamos perder, definitivamente, nuestra capacidad para vivir las experiencias desde la intensidad de lo real. El goce de Lacan poco tiene que ver con la ironía, sino con la vuelta a casa; es aquello que nos hace únicos y diferentes, el encuentro de lo que nos devuelve a nuestro momento más personal –no se remite siquiera al sexo, como da pie a pensar una palabra tan jugosa-. En este sentido, la posición segura de la ironía, construida siempre hacia fuera, es una auténtica arma de destrucción masiva contra las experiencias; no podemos vivir desde el furor de la realidad aquello de lo que nos estamos riendo, como nos reiríamos, desde las gafas del intelectual, si la música y el giro de cámara entraran justo durante el beso.

El Orgullo LGTB no es real, por ejemplo, en la medida en que es una parodia; pero es una parodia de lo que la sociedad espera de un colectivo. El referente del que se burlan los participantes del desfile viene de fuera; no es de ellos mismos de quienes se ríen, sino de una imagen impuesta. No es tanto una reivindicación de las identidades, ya que las identidades recreadas solo existen en la imaginación de quienes no están allí, sino una viva anticipación al rechazo. En cualquier caso, sí hay que reconocer que el riesgo de que la imagen termine reemplazando al original permanece.

Las dinámicas creadas en las redes sociales nos invitan a que aquellas actitudes realmente sinceras permanezcan en la intimidad, o en la timidez de una confesión. Nuestros personajes interactúan a gran escala desde la ironía; es este el punto de encuentro de tantos usuarios. A quienes nos remitimos es a nosotros mismos, pero no lo somos. En un sentido del humor en que confundimos la admiración con el rechazo –confusión que constituye, esencialmente, nuestro intercambio con los demás-, tantas veces la parodia sustituye, irrevocablemente, al contenido primero.

Según Paula Sibilia, las redes sociales nos ofrecen miradas que confirman nuestra existencia. Pero, ¿estamos seguros de que aquel original –nosotros mismos- sigue ahí, cuando aludimos a él siempre desde la distancia del sarcasmo? ¿Sigue habiendo un contenido al que remitirse cuando ese contenido no hace más que referirse a sí mismo? Si la intimidad y esa realidad a la que nos dirigimos desde la ironía son simultáneas, nunca sabremos si acaso no nos habremos convertido en aquello que decimos observar desde la distancia –al fin y al cabo, estamos viendo el mismo programa de telebasura del que nos consideramos indiscutiblemente por encima-. No hablamos de aquellos elementos que nos definen y diferencian a través de un vínculo real, sino de cómo nosotros nos reímos de nosotros mismos. No somos, sino que nos recreamos en algo que decimos ser y no ser al mismo tiempo. Entonces, si el contenido que aportamos se refiere siempre a sí mismo –y, sobre todo, desde la ironía-, deja de haber un original al que remitirse. Caminamos precipitadamente a que no haya, en efecto, un estado anterior de las cosas del que nos estamos riendo. Y relacionarnos siempre desde la parodia, por tanto, equivale a dejar de existir.