Inocentes por culpables

  • Articulo publicado anteriormente el 1 de julio de 2012 en la revista Achtung!. Si quieres compartir su contenido, por favor, hazlo desde su emplazamiento original.

Cuando hará un par de años vi Los pájaros (The Birds, 1963) por primera vez, solo pude darle una lectura política. Aquel final en que los protagonistas, en contra de las leyes del relato clásico, no mataban al monstruo, sino que simplemente huían de él, me recordaban a aquellas palabras de Martin Niemöller que con el tiempo se han venido atribuyendo a Bertolt Brecht: “Primero vinieron a por los comunistas, pero como yo no era comunista, no hice nada. Después vinieron a por los socialdemócratas, pero como no era socialdemócrata, no hice nada. Luego vinieron a por los sindicalistas, pero no hice nada porque no era uno de ellos. Finalmente vinieron a por mí, y ya no quedaba nadie para poder hacer algo al respecto”.

Ante la confusión que generaba el posible significado del film de Hitchcock, y con aquella sensación primera como referente, me propuse hacer una lectura política de la película: sin embargo, la tarea ha venido siendo más ardua de lo que pensaba. Al leer que incluso el filósofo comunista Slavoj Žižek ha renunciado a entrever un mensaje político en Los pájaros, limitándose a una lectura lacaniana del objeto de estudio, la maniobra se llenaba de pesimismo. No obstante, y como se apreciará a lo largo de las ideas presentadas, es uno de los consejos de Žižek el que ayuda a realizar un análisis serio de la obra; este es, paradójicamente, leer Los pájaros dejando a estos simpáticos animales a un lado.

Argumentan los teóricos que los infinitos cambios que Hitchcock realizó en la película con respecto de la novela original pretendían, precisamente, despojar a la obra de su mensaje político –parece evidente que en el relato de Daphne du Maurier los pájaros simbolizan la amenaza comunista-. Pero a pesar de que los análisis más aceptados desisten de buscar una intención marcadamente social en la obra y centrarse en la trama familiar como clave más inmediata, se me aparecen dos preguntas: la primera, en qué académica cabeza se podía imaginar una barrera estanca entre lo personal y lo político; y la segunda, si tan dispuesto estaba el banquete universitario a analizar el filme desde la intersubjetividad, a qué venía tal empeño en recurrir a Lacan y evitar a Freud, que es el segundo guionista de algunas de las obras más retorcidas de Hitchcock.

Cabe, por otro lado, la tentación de pensar que el director, al haberse inspirado en una novela, realmente no habría querido decir nada por medio de sus pájaros; y que las relaciones entre sus personajes vendrían a darle simplemente más humanidad y cercanía a la historia. Sin embargo, hay que recordar que de dos horas que dura la cinta, casi la primera mitad se sucede en calma, desarrollando la complejidad de unos personajes no solo a modo de exposición, sino de trama. Hitchcock, en su entrevista con Truffaut, confesó que había incluido pájaros en escenas del primer tramo de la película para tranquilizar a un espectador que reclama acción y que, durante más de cuarenta minutos, está asistiendo a lo que parece una historia de amor.

Desde el momento en que Melanie Daniels entra en la pajarería, tras haber mirado al cielo y haberse sorprendido del alboroto de la bandada de aves que sobrevuela San Francisco, Hitchcock nos lanza una sutil señal: el piar de los pájaros enjaulados alza su voz y se excita al subir esta las escaleras. Es aquí donde conoce a Mitch Brenner y donde los periquitos (lovebirds, en inglés) llegan a su vida. Sería ingenuo decir que es casual que el vestido que Melanie va a llevar durante toda la película es verde, como los periquitos, los únicos ajenos a las agresiones que se iteran en esta historia; incluso la fortuita chaqueta con que la vemos en casa de los Brenner es de este mismo color. Al sumar al vestuario del personaje el pintalabios rojo y la luminosidad de su melena rubia, entendemos que Melanie mantiene el mismo avatar que apreciamos en el plumaje de los periquitos: verde, rojo y amarillo.

No obstante, la identificación con estos pájaros inofensivos se manifiesta también a través de las reacciones de los personajes. Al principio de la obra, Mitch juega con Melanie diciéndole “que vuelva a su jaula dorada” –como la que encierra a los periquitos-. Su hermana pequeña, Cathy, desarrolla un acelerado afecto, de forma paralela, tanto por Melanie como por sus recién adquiridas mascotas. En último lugar, Lydia, la madre que se resiste a entregar a su hijo a una desconocida, muestra su recelo tanto por los periquitos –a los que aleja de sí misma constantemente e incluso cubre con un mantel- como por Melanie. La pregunta viene a ser, entonces, si al haber una identificación entre la protagonista y los periquitos, deberíamos, por metonimia, entender que los pájaros violentos representan, en realidad, al conjunto de la raza humana: lo cual, en mi opinión, distaría bastante de ser un mensaje apolítico.

Melanie parece irreflexiva pero inofensiva, tanto para con las personas que la rodean, como con los pájaros, con los que es especialmente inocente. Asiste, aparte del ataque que sufre ella misma, a la agresión durante el cumpleaños de Cathy y a la invasión en casa de los Brenner, a pesar de lo cual no parece pronunciarse sobre qué está sucediendo; no muestra el menor sentido del peligro hasta bien avanzada la trama. Es su papel extraño ya que, a pesar de ser casi pasiva, focaliza la historia y apenas nos cabe duda de que la precipita. Materializando aún más esta lectura política que pretendo, recuerdo el momento en que Mitch y ella regresan a la cafetería tras haber tenido lugar el incendio en la gasolinera. Se encuentra allí Melanie con que ella es el Otro, un extraño inocente que, sin haber hecho nada, obtiene el rechazo del conjunto de un pueblo que, ante la adversidad, reacciona con pusilanimidad y socarronería. Esta violencia se contagia por momentos a la protagonista, que reacciona dando una bofetada a la mujer que la increpa: quizá, aunque resulte osado, una metáfora de algunos fenómenos de esa inmigración que, al encontrar rechazo allí donde intenta instalarse, aprende el desprecio y lo ejerce en su defensa.

Hay un personaje que, desde luego, no pasa inadvertido, y al que Hitchcock decide ejecutar. Es a todas luces el mejor de la película, y que recuerda graciosamente a la oveja negra de Italo Calvino; esta es, Annie Hayworth, a la que su melena negra y su apellido, alusión a la protagonista de Gilda (1946), convierten en todo un brindis a la sexualidad femenina. Quienes han estudiado el filme afirman que, gracias a ella, Los pájaros se salva de ser leída como otra historia sobre el complejo de Edipo.

Es caracterizada Annie como una mujer culta y moderna en el mejor sentido de la palabra: las pertenencias que vemos en su apartamento, su proclamada independencia, su registro y la distancia que marca con respecto de lo femenino la definen así. Annie trabaja de maestra, un empleo que le queda pequeño, pero que la convierte formalmente en un miembro de la comunidad de Bodega Bay; no así ulteriormente, ya que es ajena a la ley simbólica que envuelve al pueblo y a la que Lydia, la madre de Mitch, encarna a la perfección. Annie vence sus pasiones más egoístas animando a Melanie a que acuda al cumpleaños de la hermana de Mitch, tan sólo unos segundos después de que la hayamos visto derrotada, arrojada en su butacón oyendo cómo esta nueva invitada habla por teléfono con el que había sido su amante. Muestra en este punto una sensatez y un sentido de la empatía del que los habitantes del pueblo, explícitamente, carecen. Como ella misma explica, también fue el Otro en el pasado. Así, la maestra acoge a Melanie en su casa y asume, casi accede, a que la desconocida desarrolle su relación con Mitch. Ella también está sola –como la madre del hombre al que perdió-, pero supera su recelo, en contraste con una comunidad que, casi a nivel escénico, viene a representar el sentido más americano de la familia, donde también las personas forman parte del concepto de propiedad privada. El momento en que Annie renuncia a Mitch en favor de Melanie es marcado al instante como una desgracia: un pájaro se estrella contra la puerta de la casa.

La relación de amor entre Mitch y Melanie se formaliza mientras los pájaros siguen sembrando el caos. Mitch besa a Melanie tras verla preparando té para su madre: Melanie, esa mujer que se había bañado en una fuente de Roma, había acabado en el juzgado por romper un cristal, y había llegado hasta ese pueblo siguiendo a un desconocido, no tarda en recogerse en el ámbito de lo doméstico. Esto bien viene anunciado previamente, en un plano que tiene lugar tras la fiesta fallida de la pequeña Cathy: en el mismo cuadro, dos niños asoman sus cabezas, haciéndose hueco entre un Mitch y una Melanie que se sujetan el uno al otro –huelga decir que la relación de la protagonista hacia Cathy también se presenta de forma maternal-. Nuestras primeras impresiones sobre el personaje, así, se desmontan, y adivinamos que Melanie dejará, en algún momento, de ser el Otro; ocupará el papel que la sociedad ha preparado para ella. Momentos después, en el colegio, encontraremos el caso opuesto. Entendemos la razón por la que Annie, siendo formalmente parte de la comunidad, no consiguió cautivar a Lydia, ya que oímos a los niños entonando una canción sobre una mujer que refuta obedecer a su marido –déjales cantar un poco más, pide ella-.

Parece que ningún análisis de la obra es satisfactorio mientras no responda al misterio que vertebra la película, este es, por qué atacan los pájaros. Žižek, como otros tantos autores, desiste de la idea de que los pájaros simbolicen algo. En mi opinión, se equivoca; en esto y en pretender despojar al filme de una lectura política. Dice Eduardo Latorre que, en los filmes de Hitchcock, la idea de la culpa aparece por todas partes; y es respondido por otros académicos, con motivo de Los pájaros, que aventuran que el ataque de las aves no es un purgatorio, ya que atacan a niños, a mujeres y a hombres; al culpable y al inocente por igual. Pero, quién dictamina quién es culpable y quién es inocente.

Como he mencionado previamente, Melanie no sólo es el detonante de la historia, sino quien la focaliza, pues la narración va donde va ella. Ella es culpable para la comunidad por la llegada de los pájaros y, en otros términos, culpable para Lydia, la madre del hombre a quien pretende conquistar, al haberse bañado desnuda en una fuente -y aquí no podemos olvidar que, en el psicoanálisis, esto se referiría inequívocamente al deseo y el acto sexual-. En definitiva, es culpable para una sociedad desorientada. Si buscamos quién paga por este pecado acabaremos en la que resulta objetivamente, a nivel narrativo, una digresión en la película, al ser la única escena que no se cuenta a través de Melanie: la muerte del granjero. Aparece no solo sin vida, sino con los ojos arrancados. Recordando que para Freud los ojos venían a representar los testículos -que con esta lectura hizo largas interpretaciones de los cuentos de Hoffman- leemos que el pecado sexual de Melanie sería, entonces, purgado con la castración del granjero, inocente al ser el único personaje con que ella no se cruza.

Quién decide aquí abajo qué es pecado y qué no, y por tanto quiénes son culpables o inocentes, no es ninguna entidad caída del cielo como aparecen estos pájaros; porque si los vemos como simples pájaros, nunca sabremos por qué atacaron esta ciudad. Sin embargo, si leemos el purgatorio de Los pájaros no como divino, sino como humano; si entendemos que somos los hombres quienes hemos inventado los pecados, hasta confundir a culpables con inocentes; perpetuado un sistema en que son los inocentes, de hecho, quienes sufren los errores de los culpables, veremos que los animales elegidos por Hitchcock para esta obra no vienen a representarnos más que a nosotros. Y al comprobar las bárbaras consecuencias del orden que hemos creado, qué hacemos los hombres: encerrarnos en casa a vivir historias de amor, y en el peor de los casos, escapar con sigilo dentro de nuestro coche.