El momento social volvió

Hubo un tiempo en que los españoles, aunque podría tratarse de cualquier pueblo, apenas teníamos una cadena de televisión, que alimentaba nuestras tertulias en el café y en cualquier clase de espacio público, y que nos sentaba en torno a ella a una hora y, por lo general, junto a un grupo de gente concreto. Obviando la censura de la época, era la simple falta de alternativas la que creaba un momento social. Como sabemos, esto fue cambiando durante los años ochenta y noventa, hasta que las posibilidades se multiplicaron al infinito –y sin olvidar los años en que había un canal específico para una clase socioeconómica, este es, la televisión de pago-.

La multiplicación de las licencias, abarcando incluso el desembarco de las plataformas digitales y su infinito repertorio, tampoco derrumbó del todo aquel momento. Las emisoras en abierto seguían lanzando sus contenidos en una parrilla determinada y creando en los interesados, de manera forzada, el comentario del día siguiente, en el trabajo, en clase, o donde fuere; sí, aquello de que si viste tal programa anoche.

Aunque ya la misma historia del medio derivó en una fragmentación de la demanda –por ejemplo, en las televisiones de pago se podía disponer de la misma película en horarios muy distintos-, fue Internet quien separó, más que nunca hasta ahora, a los espectadores. Las posibilidades crecieron hasta el infinito; ver los capítulos de una serie de ficción en cualquier momento, descargar cine olvidado por la televisión, acceder a un programa a cuya emisión no se atendió. Aquel encuentro en el que se hablaría de lo que vimos en la pequeña pantalla, por tanto, quedó reservado para el fútbol y una pequeña colección de acontecimientos.

La llamada web 2.0, de hecho, tenía como vocación la fragmentación total de la información, para que los usuarios accediéramos solo a aquellos contenidos que nos interesaran. La tecnología RSS, la posibilidad de personalizar los diarios que visitamos para que prioricen sus titulares en torno a nuestros gustos -de hecho, no nos extrañará ver que muchas plataformas digitales ya han estudiado nuestras inclinaciones sin nuestro visto bueno y nos recomiendan no solo publicidad, sino una selección de su mismo repertorio-. Esa, y la expectativa de que nos acostumbráramos a producir información a la vez que la consumíamos, era la nueva premisa. Ya nadie nos diría qué era lo importante, lo hegemónicamente importante; nos podríamos mirar en un espejo extraño y decidir que ya no habría más noticias que las que quisiéramos oír.

El funcionamiento de las redes sociales –si es que la llegada de Facebook y Twitter no termina siendo merecedora de un concepto de web 3.0- jugaba también con la idea de la fragmentación. Recibimos noticias a través de amigos y amigos de amigos, por medio de nodos que parten de nuestra vida y nuestra experiencia. Así, habrá usuarios que, al entrar en Facebook, jamás encontrarán en su portada o en su muro un comentario deliberadamente conservador o, en el caso contrario, progresista. Los acontecimientos que tienen lugar en un entorno concreto ocuparían el lugar de la noticia universal.

En estos mismos sentidos –fragmentación y universalidad- es en donde Twitter ha sabido compaginar ese momento social que creíamos olvidado y la obsesión contemporánea por individuarnos: hay una columna a la izquierda, tan curiosa como molesta, que nos recuerda qué es lo que realmente es noticia. El espectador mimado y acostumbrado a encerrarse en su burbuja no tiene más remedio que entender que sus inquietudes más personales, tantas veces, se encuentran al margen de las del resto del mundo. Twitter reúne y parcela también así las dos concepciones de democracia que están eternamente en conflicto: la liberal –leo solo a quienes sigo y creo de mi interés– y la deliberativa –asumo lo que la asamblea, la comunidad de la que formo parte, ha decidido que es importante realmente-.

Siempre tuvimos melancolía del momento social. Antes de que Twitter nos lo recordara, también. ¿Cuándo la emisión de una célebre película por televisión, aun cuando tantos de nosotros pudiéramos verla en cualquier otro soporte, no ha supuesto un acontecimiento? ¿No le daba cierto regusto al asunto saber que una infinidad de personas estaban compartiendo la experiencia en aquel mismo instante? El gran acierto de Twitter es, precisamente, ese. El momento social no viene dado, como antes, por una falta de alternativas, sino que acudimos al encuentro a través de su exacto contrario, este es, la infinidad de posibilidades. Podemos saber quién ha elegido lo mismo que nosotros de entre un repertorio gigante, rivalizar con el resto de la parrilla y guiarnos por lo que otros comentan de un programa al minuto; ni siquiera tenemos que esperar al día siguiente.

Al margen de los peligros en el discurso –y en la práctica- que siguen suponiendo las redes sociales, cabe celebrar que la web haya dejado de precipitarse hacia la individuación completa de los contenidos. Así, nos ayudan a comparar nuestro criterio con el de la comunidad en que nos encontramos inscritos, en este caso, el Estado-nación; y animarnos a dejar de vagar a la deriva por aquello que solo nosotros queremos saber.