La mano dura

Partamos de la premisa de que todos buscamos sentirnos parte de algo –incluidos aquellos que llenan sus vidas, frenéticamente, de fotografías en los más diversos rincones del planeta y se dan palmadas en la espalda haciéndose llamar ciudadanos del mundo-. Partamos de que el sentido de pertenencia a un grupo es inherente a nosotros mismos y que cualquiera con cierta voluntad de mantener el orden es bien consciente de ello. Algo así le pasó a Bismarck, "bueno, pues ya tenemos Alemania, ahora solo tenemos que crear alemanes".

Los últimos años hemos oído hablar de cohesión –y de paz- social. Había una pretendida filosofía política que argumentaba que las grandes diferencias socioeconómicas hacían difícil la convivencia en grupo. Demasiado tarde como para hablar de solidaridad desde el altruismo, esta era también útil para quienes menos la necesitaban, ya que garantizaban la estabilidad del conjunto –nación, sociedad, comunidad cualquiera-. Si alguien se encuentra en unas condiciones de vida muy inferiores a las del grupo, quizá deje de sentirse parte y ponga en peligro la armonía. Pero puede que incluso esta propuesta llegue tarde. ¿O no ha conseguido el sentido de pertenencia resistir incluso cuando las diferencias llegan a ser, prácticamente, estamentales?

La comunicación política parece un género literario diferente. Una pequeña palabra puede generar tantas o menos réplicas, pero diría que nadie espera, en general, que se nos cuente la verdad: la verdad de una impresión, los motivos subyacentes a que se haya tomado una decisión y no otra. Lo importante es la elección correcta de los términos; cualquier parecido entre los argumentos que se esgrimen y los acontecimientos que han llevado a algo es pura casualidad. Y, curiosamente, no esperamos otra cosa. Los excesos del oleaje político, perfectamente visibles a pesar de la retórica, han dejado de crear escándalo; puede que la revelación de una verdad creara más bien el desprecio del gran público.

Los otros, los adversarios, la masa, incluida la masa de adherentes al grupo, aceptarán como verdades las aserciones públicas, y por ello mismo, se revelarán indignos de recibir la verdad secreta y de formar parte de la élite. (Koyré)

Si creemos que la verdad, en política, debe ser gestionada y manejada por quienes no somos nosotros, es que nuestro sentido de pertenencia al grupo ya no nos reclama una cierta semejanza de estatus con nuestros allegados. Podemos ser parte incluso cuando no cuestionamos que el lugar que ocupamos es el adecuado, es más: aceptar el lugar que se nos ha prescrito es la manera con la que empezar cuanto antes a saberse un miembro de la comunidad. No puedo evitar remitirme a la secuencia de un largometraje de Disney que muchos recordaremos: animales herbívoros de toda suerte acudían a la celebración del nacimiento de un león –cuyo papel en la cadena no será otro que comerse a cada uno de quienes estaban allí rindiéndole homenaje-. Sin embargo, aquel absurdo se cuenta a través de una gran lógica de la paz. No hace falta mencionar aquí las innumerables veces que esto ocurre en nuestro entorno, y que forman parte de la comunicación política. En todo caso, es un sentido de pertenencia trazado a través de la verticalidad; y la mano dura y la indiferencia con que los desfalcos morales siquiera se disculpan nos indican que quizá, cuanto más, mejor. Lo que está en cuestión no son los trajes, la culpabilidad o la inocencia, sino la elegancia con que ha conseguido que ello, en realidad, no importe en absoluto.

Así las cosas, no creo tampoco necesario arremeter contra la espectacularización del deporte y demás estructuras paralelas de pertenencia cuando es posible que la sola verticalidad, desprovista de adornos, dé ese mismo resultado. Pero, ¿cómo hemos llegado a esto –hasta el punto de que ni siquiera consideremos que la verdad es asunto nuestro-? ¿cómo hemos llegado a apreciar el lugar que ocupamos?

A finales del siglo XIX y XX, las comunidades a las que pertenecían los trabajadores asalariados, especialmente quienes vivían en peores condiciones, eran las cajas de resistencia, sindicatos u organizaciones de cualquier tipo. Los sentidos de pertenencia y exclusión se dibujaban de forma horizontal. Aquellas uniones –por si alguien lo olvida, siguen existiendo- nacieron con la idea de romper una disparidad. Sin embargo, la función que cumple hoy una fotografía en la que élites y súbditos sonríen juntos es la opuesta: se representa que cada uno de quienes participan están contentos con el papel que interpretan. Para ello existen también publicaciones sobre las altas esferas, la decoración de sus hogares, la creatividad de sus vestidos e incluso los platos que degustan, y que se dirigen precisamente a quienes jamás tendrán nada de aquello a su alcance. Disfrutar de la comedia del arte de nuestras élites resulta otra manera, tan válida como cualquiera, de encontrarnos en ese grupo dividido verticalmente. Ellos nos dan a leer sus enredos de alcoba y nosotros los consumimos; entonces, sabemos que no nos hemos quedado fuera del ciclo.

De esta manera, aceptamos no solo unas diferencias socioeconómicas vertiginosas, sino una retórica completamente alejada de la verdad de las cosas y una serie de excesos de los que, sabemos, no participamos; una vez más, cuantos más, mejor. Esto se podría explicar en los términos de Laclau, por elegir una lectura suave; hay teóricos que hoy hablan de masoquismo. Para reivindicar el valor de nuestra particularidad debemos desistir de alterar el orden universal en el que esta se encuentra inscrita, ya que ambos se definen con respecto del otro –y nuestra particularidad se desestabilizaría si lo hiciera el conjunto-.

Por ello, quizá, aquellas mentiras que nos gustan tanto nos hablan compulsivamente de lo maravilloso que es el pueblo del que formamos parte; son ideas que caminan de la mano. Somos una gran comunidad y la mentira política, tal y como los demás hacemos desde nuestros lugares de trabajo, cumple en ella una función valiosa: mantener unido lo que, en otro momento, se pensó que solo una igualdad de estatus podría lograr.