Demasiado lejos, Loewe

La reacción al salir de la dictadura franquista fue un tal grito de libertad que, en la capital, se llamó movida madrileña. La oposición al régimen podría haberse trazado de muchas maneras y, sin embargo, el valor hegemónico entonces se creó a través de la sordidez y el escándalo. La represión se había impuesto durante años en muchas parcelas de la vida, pero la fiesta perpetua y el abuso de las drogas parecieron la respuesta lógica. Es curioso porque, a pesar de que los partidos de clase se habían consolidado durante las décadas anteriores como el lugar natural de lucha contra el franquismo, la rebelión de los años ochenta no puso el acento en las cuestiones sociales. Así, esta nueva resistencia a los mecanismos de control dejó en nuestro recuerdo imágenes pintorescas y alguna que otra vida perdida por los bares de Madrid.

Nosotros, los dueños del exceso, éramos los rebeldes. El concepto hegemónico de lucha era este y no otro; había habido una fastuosa transferencia del fondo a la forma. Un gesto desenfadado, el afecto por la noche y la creatividad en el vestir se fusionaron y confundieron con la reivindicación. Hoy como entonces, y sin olvidar las justas excepciones, la pertenencia a las tribus urbanas que vagan por Madrid no reside en un compromiso o el apego a una filosofía de vida, sino en cumplir o romper con unas tendencias estéticas concretas, es más; la subversión estética libera indiscutiblemente al sujeto de cumplir con cualquier otro tipo de rebeldía.

A pesar de todo, parece que alguien ha cruzado recientemente la raya con una campaña publicitaria que ha creado tanta indignación como mofa. No era la primera vez que ocurría, pero sí aquella en que la confianza en el significante sin significado se había desbordado hasta lo monstruoso. Muchos jóvenes han rechazado de pleno este mensaje –o, mejor dicho, los tres minutos de cinta en que no hay siquiera rastro de un contenido-. La forma carente de fondo se había llevado demasiado lejos y un grupo de chavales con peinados forzados hablando de amores, veranos y bolsos no representaban a nadie.

En el relato se celebra una juventud que, probablemente, se intentó señalar como el momento en que las cosas se viven con más pureza. El giro no resultó: nadie acepta que la inocencia de la pubertad consista en vestir una determinada marca de ropa. La narración de unos jóvenes –más en el contexto actual- tendría sentido si nos hablaran desde una voz del oprimido o, por lo menos, desde la viveza y la desorientación propia de la adolescencia. Sin embargo, ellos divagan sobre lujos, pieles y pestañas al tiempo que se refieren al amor. ¿Y no es precisamente ese amor adolescente el que jamás debería entender de categorías como la clase social? La ilusión y rebeldía de la juventud se encuentran aquí destrozadas hasta volverse irreconocibles; quizá ese fuera el único puente posible entre los valores de la marca y el público al que se pretendía llegar.

La fijación por los detalles aleatorios está a la orden del día; recordemos, por ejemplo, a Amelie. La manera en que allí se describía a la gente era través de anécdotas curiosas con las que tomar la parte por el todo. Sin embargo, esperábamos algo de aquella sensibilidad; teníamos la certeza de que respondía a algo. Y así era. Amelie se dedicaba a resolver los pequeños y grandes problemas de la gente. Estos chicos, sin embargo, han intentado vendernos un vacío sentido de la rebeldía enumerando pensamientos desprovistos de significado. Caracterizados con vestigios de algunas tribus urbanas, pretendían combinar la reivindicación de las pequeñas cosas –los besos, el gazpacho, los bolsos- con el placer del elitismo. ¡Tenemos derecho a narrar, aunque no tengamos absolutamente nada que decir! ¡Tenemos derecho a la estética por la estética y a lucir una ropa carísima al lado de un corte de pelo asociado a la marginalidad!

En cualquier caso, esta desventura no ha aparecido espontáneamente en la cabeza de los creadores del anuncio; en medidas más inofensivas ya todos habíamos llegado a esto. De hecho, a lo largo de toda la historia del arte han existido tentativas de arte por el arte, y hoy nos encontramos de lleno en una de esas etapas. Es más, las mismas tribus urbanas –y su ideología probable- conviven en las ciudades, siguiendo uno de los pensamientos clave de Žižek, porque jamás supondrán un desafío real al orden de las cosas. Así es; las estéticas y estilos de vida desarraigados se admiten y se encuentran integrados en el sistema, siempre que no se acerquen a un límite determinado y, más importante, cuando el vínculo con aquello a lo que inicialmente aludían se encuentre roto. Algo así sucede también con los iconos de los regímenes socialistas del siglo XX, el rostro del Che Guevara o los carteles de las milicias republicanas. Podemos visitarlos siempre que los observemos con la distancia de un recuerdo –hay que ver, qué locos estaban aquellos muchachos- y su valor propagandístico se encuentre completamente desarticulado.

Quizá si a alguien le pareció que esta idea comercial podría funcionar es porque, en principio, le habíamos dejado el camino libre para ello. Ninguna estética hoy subvierte nada; podemos también remitirnos a los miembros de una celebrada pareja que, escandalosos en cada uno de sus gestos, se encuentran más que acomodados en la estructura social e incluso se recrean en formar parte de una selecta minoría. Así las cosas, resulta incluso sorprendente la indignación hacia la campaña de Loewe, que probablemente deviene en una cuestión de alevosía. No es solo que las formas se hayan olvidado de su fondo, sino que intentan representar el valor opuesto al original: asociadas a una élite. Por ello resulta incluso esperanzador el rechazo con que el gran público ha decidido que, esta vez, no pasa por el aro. Quién sabe si, como tantas otras veces, desistiremos por un tiempo del arte sin significado.