El 15M y la crítica de la retirada

Según se ha difundido posteriormente, sería una reflexión casi verbal la que habría animado a muchos ciudadanos a abandonar el conformismo y echar un pulso a la clase política, inventando nuevas maneras de activismo. Se trata de Indignaos, el brevísimo manifiesto de Stéphane Hessel que, de establecerse definitivamente como la mecha del 15M, tendría derecho a figurar en los libros de Historia, dependiendo de la trascendencia del movimiento.

Lo cierto, sin embargo, es que ya otros dos autores habían anunciado hace años –muchos- una estrategia similar a la que acabarían siguiendo los indignados: aquellas acampadas terminaron teniendo muchas más similitudes con el Imperio de Hardt y Negri que con las ambiciones socialdemócratas del entrañable Hessel. En realidad, ya hay quien considera este ambicioso tratado como el pistoletazo comunista del siglo XXI, no tanto por el modelo de sociedad que propone sino por confiar en una revolución y, de nuevo, en un mañana mejor –pensamiento que, hasta ahora, se encontraba plenamente descartado en el pensamiento contemporáneo, es decir; ya no esperamos un acto revelador al que señalar como Mesías-.

Según Hardt y Negri, la multitud hará caer al imperio trayendo una democracia absoluta. Esta retórica oracular nos sonará de algo: provocar un cambio señalando que ese mismo cambio es, en realidad, inevitable –curioso cuando menos si lo inevitable, por definición, no necesita una provocación previa-. Así lo entiende Chantal Mouffe:

La democracia de la Multitud se expresa en un conjunto de minorías activas que no aspiran nunca a transformarse en una mayoría, sino que desarrollan un poder que rechaza convertirse en gobierno. […] Lo que se ha de poner en cuestión mediante la desobediencia radical es la capacidad de mando del Estado.

El 15M, como esa democracia de la Multitud, se caracteriza por proponer la retirada radical de las instituciones. De manera paralela al éxodo se construyen estructuras que sustituyen a los poderes de representación, control y, también, suministros. El camino seguido, tal y como lo hemos visto, ya estaba prescrito por Hardt y Negri: la palabra realmente democrática es la que se acata en unas asambleas populares, en oposición a las que anuncia una élite. La deliberación celebrada en la plaza popular cuenta, al haber seguido este procedimiento, con una validez absoluta.

A partir de aquí, el 15M se enfrenta dilemas tan curiosos como antiguos. En el madrileño distrito de San Blas los indignados han acuñado una moneda propia para el intercambio de favores y abastos, una versión un tanto suave de experiencias que afloraron durante la primera etapa de la guerra civil en que, todavía con el protagonismo de las milicias, algunos pueblos abolieron el dinero. Por otro lado, el objeto de discusión del movimiento –y esta es la paradoja fundamental- sigue siendo el Estado del que las asambleas pretenden emanciparse, es decir; permanece la esperanza de cambiar aquello que se rechaza en sí mismo.

Quizá fuera injusto decir que existe una sola estrategia detrás de la indignación: la multitud –si asumimos que el patrón que sigue el 15M es este- busca, precisamente, una forma de democracia no representativa que desista de crear una voluntad general. Esa duplicidad comparte cierta trayectoria con el movimiento okupa: los centros sociales autogestionados, que sí admiten una tradición anarquista, denuncian la incapacidad del Estado ofreciendo a los usuarios, sin burocracia ni desembolso, aquello que realmente debería correr a cargo de las instituciones –educación a través de talleres, divulgación de la cultura, acceso a Internet, alternativas de ocio-. Se compite con aquello que se quiere cambiar demostrando que la construcción de la estructura es una cuestión de mera voluntad. La ocupación ya era una crítica de la retirada. El caso de la Tabacalera, por ejemplo, tuvo un final feliz al verse esta legalizada, reconocida y apoyada por el Ministerio de Cultura; quizá volver al Estado siempre fue la vocación de la protesta.

Según la teoría crítica –en la que cabría incluir a Hessel, no por su último texto sino por sus obras anteriores- solo cuando las demandas sociales concretas se abstraen en una causa universal es cuando puede saltar la chispa que cambie las cosas. La única manera posible de hacer política es reunir en un solo frente de la contienda a los miembros de causas que el capitalismo actual, muy astutamente, ha conseguido que creamos diferentes, fragmentándolas hasta volverlas irreconocibles e irreconciliables. En esto, y en aquel feliz momento revolucionario que precedió a las preguntas, el 15M estuvo haciendo política pura: fue un estallido en que solo había indignación. Nosotros, los ciudadanos, y ellos, quienes desoyen sistemáticamente nuestros problemas.

Claro que hubo días, después del fervor inicial, en que no se sabía contra qué se luchaba, si frente a unas prácticas concretas o a la falta generalizada de prioridades. Las asambleas intentaron llegar a unos compromisos comunes bajo la premisa de no dejar a nadie fuera; y ahí metieron la pata. Aunque la política se realiza a través de detonantes que, por momentos, se vuelven universales, nunca dejará de haber un afuera, un ellos; una lucha siempre es contra algo. Así, había quienes desistían de cambiar el orden de las cosas y se contentaban, a saber, con una reforma electoral razonable. Nada tuvo menos fuerza que aquel pacto de mínimos que firmaron las asambleas. Un año después, quizá conscientes del error, las reivindicaciones volvieron al abstracto que había conseguido convocar a tanta gente en las primeras acampadas. Sin embargo, el 15M insistió en su decisión de abandonar los términos izquierda y derecha. Volvamos a Mouffe:

Cuando las fronteras políticas se vuelven difusas, se manifiesta un desafecto hacia los partidos políticos y tiene lugar un crecimiento de otros tipos de identidades colectivas, en torno a formas de identificación nacionalistas, religiosas o étnicas.

El final de la izquierda y la derecha es, de hecho, el final de la política, al abrir las puertas, de par en par, a la confusión en torno a quiénes son los otros. Abandonar estos conceptos al tiempo que se clama contra la lógica de los mercados no tiene sentido. Si los indignados siguen eludiendo que el ellos contra el que se dirigen es, nada menos, la derecha, está más bien perdido, aunque siempre pueda cuidar el desarrollo de marca de las estructuras que ha creado. De hecho, tantas veces se dedicarán a reaccionar ante los acontecimientos: los medios de comunicación preguntan su opinión a una serie de partidos políticos y, también, al 15M.

Si conservan algo de Stéphane Hessel, el 15M no encontrará su adversario en las organizaciones de izquierda que, tradicionalmente, han liderado la lucha contra el malestar –ni en la colaboración de aquel ministerio con la Tabacalera-. Tampoco en los ciudadanos que siguen confiando en la democracia representativa; de hecho, y por definición histórica, el Estado es el antagonista de los mercados. No se trata de recrearse en la desorientación ni en la desconfianza, ni siquiera para señalarse como la alternativa de la alternativa. Solo tienen que encontrar su ellos; pero para esto, al tiempo, tendrían que marcar un nosotros.