El adiós más desesperado

  • Articulo publicado anteriormente el 1 de mayo de 2012 en la revista Achtung!. Si quieres compartir su contenido, por favor, hazlo desde su emplazamiento original.

En narrativa, cuando se inventa una manera de contar las cosas, la atención se suele desviar a la innovación de la propuesta; lo importante es que una tecnología o un formato han aparecido. Hasta que no ha pasado un tiempo y el júbilo por el descubrimiento se ha apagado un poco, la calidad de los contenidos parece poder esperar. Esta constante, tan presente en la historia del cine, sin embargo suele romperse de vez en cuando: es el caso de un gigante que cerró recientemente sus ojos. Desperate Housewives, a la vez que creó un género, enganchó al gran público con unos diálogos tan astutos como cuidados estaban sus personajes.

La televisión se quedó sin ganas de ficciones porque sí y las cuatro mujeres de Wisteria Lane, a la par que los náufragos de Lost, parecían saberlo. Compartir una vida y un conflicto con un repertorio de protagonistas ya no era suficiente, por muy enredadas que estuvieran sus personalidades; hacía falta más. Así, se nos presentó desde el primer momento una tragedia y se nos animó a resolver misterios de la mano de unas amas de casa. Un drama contado desde la extrañeza y que encontraría sus notas de color en la comedia terminó lanzando hasta nuestras pantallas una novela negra cargada de acción.

La serie vio la luz ya jugando con la muerte, contada a través de una mujer que pondría fin a su vida y, desde entonces, nos acompañaría durante ocho largas temporadas. Mary Alice, la voz que abre y cierra cada capítulo, es quien nos hace llegar la historia no solo de su marcha, sino de quienes ha dejado en este mundo. Su tono es tan desenfadado y natural que resulta siniestro; y siniestros serán los acontecimientos que se irán desatando tras su suicidio.

La tragicómica Desperate Housewives arrancó con la indudable influencia de dos grandes recuerdos de la televisión. El antecedente más inmediato, Six Feet Under, relativizaba la muerte a través de una funeraria. Quizá fue la célebre Twin Peaks por la que la acción se llevó a un pequeño pueblo residencial –como apunte, cabe mencionar que el ideólogo y creador de nuestras cuatro mujeres quiso que fuera Sheryl Lee, más conocida como Laura Palmer, quien diera aquel pistoletazo de salida-. La estética de la obra quedó caracterizada por planos cargados de distancia hacia los acontecimientos más perturbadores y una extraña melancolía por la que la vida siempre seguiría entre un sinfín de desgracias; y así recogieron los guionistas el oscuro testigo de sus predecesores.

Desde su sorprendente punto de partida queda la impresión de que todo puede ocurrir; el inestable gesto de la tragicomedia quizá contaría con esta ventaja. Pero no solo la temática y la historia elegida hicieron posible que por aquella calle desfilaran los sucesos más pintorescos. El secreto residía en la estructura; los hilos argumentales de las cuatro protagonistas no se encuentran encadenados uno tras otro. Están hilvanados y anudados hasta que cualquier anécdota es sospechosa de desatar la revelación que los espectadores estamos esperando. Los acontecimientos no se alojan, como cabría esperar, en la estructura de los episodios, sino entre ellos. Ya cerrando la pieza, unas palabras y unas breves intuiciones nos hacen darnos cuenta de que el giro en la trama habría pasado con sigilo por delante de nosotros, y nos prometemos atender al siguiente capítulo con los ojos todavía más abiertos.

La ciencia ficción de Lost se contó en un tono solemne, animando a una reflexión, mientras las sórdidas situaciones que tenían lugar en Wisteria Lane se adornaban con líos de pantalones, faldas y una música felizmente siniestra. Aún así, estas dos propuestas establecieron una narrativa no lineal, confusa, en la que las preguntas sin respuesta se acumularían quién sabe hasta cuándo. No se trataba tanto de saber qué ocurriría después, sino de entender mejor qué había sucedido. Un recurso que hoy no nos resultará en absoluto extraño pero que, entonces, inauguraron decididamente estas dos series. Lo demás es historia; el experimento funcionó, las botellas se descorcharon, y vendría un aluvión de creaciones de estructura idéntica.

El final de la primera temporada estableció una pauta que se reiteraría durante toda la serie. Cada año, la ficción se despediría resolviendo un misterio y presentando el siguiente, que generalmente venía acompañado por un nuevo personaje. Pero si un inexplicable disparo nos había acercado a estas mujeres por primera vez, las historias más humanas de las cuatro protagonistas estaban condenadas a eclipsar las intrigas posteriores. Así, mientras unas tramas se abrían y cerraban cada temporada, eran las vidas de Susan, Gabrielle, Lynette y Bree las que quedarían en el limbo durante el verano envileciendo la paciencia del público.

Habiendo creado una nueva narrativa que nos dejaría aturdidos al final de cada capítulo, la serie podría haber descuidado otro de sus aspectos. Pero, con el paso del tiempo, es justo decir que el encanto de Desperate Housewives se encuentra más allá del alivio de atar los cabos sueltos. Se puede visitar cada episodio y disfrutarlo por sí mismo; de ello se encargan los encuentros del absurdo, los inestables momentos de paz y la ligereza de las situaciones más grotescas. A través del humor de la ironía, escrito para unos personajes que nos sorprenderían sin dejar de resultarnos familiares, ninguna de las grandes promesas de la vida queda a salvo de un bofetón desenfadado.

Hace ocho años, por motivos de sobra conocidos, creo que más de uno tuvimos alguna primera resistencia a seguir una serie que, de nuevo, pretendiera contarnos algo sobre las mujeres. ¿Una vez más, un universo de disertaciones sobre la importancia de estar siempre vestida para la ocasión? ¿Otro canto a lo duro que es compartir la vida con una nómina millonaria? ¿Una última pasarela de un sentido frágil y forzado de la amistad? Desde la primera línea de diálogo nos quedó claro que Desperate Housewives no trataba sobre eso. Atrapadas en el sueño americano, pero motivadas por la peripecia de verse convertidas en policías y criminales al mismo tiempo, los problemas de las protagonistas no están imaginados en sus cabezas ni caminan a la deriva de quienes lo tienen todo y siempre quieren más. Curiosamente, después de tantos planes retorcidos, arrebatos de violencia y equilibrios tumbados por la casualidad, lo que nos queda es la sensación de haber asistido a algo real como la vida misma; también a un pedacito, tan pequeño como valioso, de la historia de la ficción.