El gintonic en la era del capitalismo postindustrial

Algo habrá cambiado cuando hoy los protagonistas del intercambio comercial no son tanto bienes materiales sino las propias experiencias. ¡Bébete un vino mientras lees uno de nuestros libros -junto a un cristal donde se te vea bien desde la calle-!, ¡tómate un café decorando cerámica!, ¡acude a este histórico teatro, hoy propiedad de una multinacional de telecomunicaciones! En realidad, hay algo que celebrar cuando parece que por fin empezamos a abandonar un modelo productivo basado en el levantamiento de grandes pirámides; siendo todavía discutible si el agotamiento de los recursos energéticos no sigue encontrándose en juego.

La diferencia de estatus ya no pretende verse marcada por la posesión de patrimonios tangibles, sino por el repertorio de experiencias sensibles acumuladas: ver la película con un número determinado de altavoces a nuestro alrededor, escuchar un concierto en un emplazamiento concreto mientras atardece. En una conocida cadena de restaurantes que se dirige, principalmente, a la clase media: añade a tu plato una guarnición de las auténticas e inigualables patatas de esta marca –sí, es la misma con la que te topas a diario en el supermercado-.

En concreto, desde hará uno o dos años, el azar del liberalismo económico ha elegido al gintonic como piedra de toque de la coctelería; los bares y cafés de las grandes ciudades proclaman gloriosos ser quienes mejor lo preparan y albergar una infinidad de recetas diferentes que versan sobre la misma mezcla. Como quien antes lucía un determinado avalorio, las burguesías postmodernas se jactan de contar con la sensibilidad suficiente como para apreciar cada uno de los ingredientes de la pieza. La espectacularización de la gran cosa se lleva al límite: unas ginebras se corresponden solo con una selección de tónicas, el hielo debe estar cortado en unos trazos concretos y el refresco ha de resbalar primero por el mango de una cuchara. Al igual que la guarnición por la que se paga un suplemento, el ritual por el que se elabora la bebida también tiene un recargo en el desembolso, aunque nunca explícito.

Una digresión: es cierto que todavía hay, en el mundo empresarial, ciertas reservas hacia la promoción de bienes intangibles, y es por ello que existe otro auge paralelo a este. No sabemos cómo vender una experiencia y tenemos miedo de que el consumidor se sienta extraño volviendo a su casa sin un producto material entre las manos. La solución es simple: lo metemos en una caja. La caja convierte fulminantemente un valor etéreo en una realidad física, a la que los compradores estamos mucho más acostumbrados. Sería interesante, incluso, saber qué suele hacerse con ella una vez se ha degustado la experiencia; su forma y tamaño animan a exponerla con orgullo en el mueble del salón junto a la colección de libros y vídeos. Pero lo más probable es que, en nuestro inevitable camino hacia un capitalismo postindustrial, acabemos saltándonos estos pasos.

El gintonic de coctelería estaba condenado a triunfar. Se paga por una experiencia, esta es, un acto que confirma nuestra pertenencia al lugar en que nos encontramos –así como nuestra relación de oposición con respecto de la persona que lo ha preparado con tanto decoro- y a la vez, hay un elemento físico al que remitirnos. Al añadirle a la suma el factor de la ostentación -bebemos algo que, nos repetimos los unos a los otros, jamás debería servirse por debajo de unos estándares-, la receta está completa. Lo simple ha devenido en algo complicado y pagar aquella plusvalía bien merece la pena.

En realidad, este capitalismo de las experiencias sensibles no es nuevo. La diferencia es que, hasta ahora, estaba descartado para la mayoría de la gente, incluida la clase media, que solo compartía con sus superiores la posibilidad de adquirir versiones menos lujosas de unos bienes tangibles; el coche, los electrodomésticos, la casa en la playa. Cuando nos sabemos con la sensibilidad suficiente como para apreciar la precisión con que se ha elaborado una receta, participamos por momentos de un ritual y un protocolo determinado. A través del gintonic nos vemos incluidos en un intercambio comercial que, en el mundo tal y como nos lo habían contado, creíamos reservado para una élite.