La ilusión hoy

En el imaginario contemporáneo, el entusiasmo sincero por algo no suele tomarse demasiado en serio; parece corresponder a un estadio anterior a la madurez, ahora que hemos escuchado demasiadas mentiras. Por ello, resulta más simpático estar en contra de unos argumentos –o nombres- que a favor de una idea concreta.

La actual pasión por la estética sin contenido camina en este sentido: símbolos e iconos que no remiten a nada, a veces recuerdos del pasado de los que nos estamos riendo, ya que cualquier significado corre el riesgo de parecer fuera de lugar. También la cortesía, que consiste en una serie de protocolos pactados con los que se evita entrar allí donde sí existe el enfrentamiento.

Son solo las diferencias amables y dirigidas a un vacío las que tienen lugar en el intercambio actual: la existencia de un contenido resulta, casi siempre, conflictivo. El rechazo a la confrontación de ideas no viene solo del tradicional miedo a un nuevo orden de las cosas, o siquiera en favor de la convivencia, sino porque cualquier promesa de un mañana mejor, cuando se comparte a través de la palabra, se percibe como un absurdo.

En la tierra de la libertad individual de elección, la opción de escapar a la individualización, de rehusarse a tomar parte de ese juego es algo enfáticamente no contemplado. (Bauman)

Curiosamente, esta predisposición a sentirnos estafados solo cala cuando hablamos de sueños colectivos; los proyectos individuales se encuentran más legitimados que nunca. Hablar de cómo debería ser el mundo está mal y contar qué queremos ser de mayores resulta más bien afable. Esto debería plantear alguna que otra intuición cuando, desde siempre, es la unidad la que hace la fuerza. También la izquierda ha tenido que encontrar propuestas que, aunque inspiradas por su sentido de la emancipación, fueran capaces de responder a los intereses más personales e inmediatos de sus votantes. De alguna manera, así ha conseguido sobrevivir hasta ahora.

En las cámaras de deliberación, una respuesta frecuente ante las críticas es que no van acompañadas de una propuesta en positivo. En el pensamiento hegemónico actual, esto tiene más truco que nunca; cualquier discurso en negativo –qué malos son los políticos- siempre tendrá más acogida que una alternativa –ellos sí harán las cosas de otra manera-. Al final, solo son las buenas intenciones las que desisten de alcanzar su objetivo, puesto que mancharnos las manos a favor de algo, y no a la contra de su opuesto, parecería desfasado. El escepticismo vacío, hoy, encontrará muchos más aliados, siempre que estos no tengan por qué comprometerse en torno a un sí concreto.

Nunca sabremos cuánto hemos perdido en esta pasión por la incredulidad; solo sabemos que está de moda. Demasiados relatos de personas que, con tal de no volver a decepcionarse, prefieren al lobo que, vestido de lobo, arrasa con todo cuanto tienen. Y quizá no se nos pase por la cabeza que la falta de ideología es, en sí misma, una ideología; y desde luego responde a unos cuantos intereses.