La otra vigilancia

Los ciudadanos tenemos, cada vez, más acceso a la información. Información que hoy en día trata, incluso, sobre sí misma: cuántos medios se han acreditado para asistir a una convocatoria, esta será mañana la portada de los diarios –impresos, todavía considerados un género literario alto-. Tenemos siempre presentes las demás versiones y, sobre todo, lo que se cuenta de nosotros allí donde la interpretación de los acontecimientos, que es el periodismo, no se encuentra dirigida o interesada.

Grabadlo todo, ¡grabadlo todo! Los ciudadanos mantenemos la esperanza de que, contra las tentativas de los Estados por ocultar algunas realidades, como los excesos de una carga policial, la información en bruto ayudará a contrarrestar las versiones oficiales. En cualquier caso, la pregunta será si debería ser este el punto de llegada.

Hay alguien que sabe dónde hemos estado, no sabemos quién; en realidad, ni siquiera es una persona. Pero jamás podremos negar que tal día pasamos por esa calle junto a la que había colocada una cámara de seguridad. El árbol en medio del bosque que cae, a pesar de que nadie lo haya oído, sí habrá hecho ruido. Y los ciudadanos de a pie hemos aprendido a vivir de esta manera, sabiendo que alguien nos está viendo perder el tiempo, a plena luz del día, ya porque alguien se haya retrasado o porque nos dé la gana. De hecho, hay alguien ahí, cuyo trabajo consiste en conocer nuestra manera de perder ese tiempo: si fumamos, tecleamos en nuestro teléfono, buscamos algún lugar donde apoyarnos o decidimos caminar sin rumbo un rato.

El giro llega cuando los vigilantes pueden encontrarse también vigilados. La falta de intimidad, hoy reservada a espacios y momentos muy concretos, ha obligado a los ciudadanos a ser transparentes y evitar aquellas actitudes que, en otro tiempo, no imaginaríamos justificando ante un tercero. La victoria de la sociedad de la información sería que también los Estados –y no solo estos, sino las empresas y cualquier tipo de organización que cuente con la ambición de controlar su política de comunicación- se pongan en el mismo lugar, es decir, a la completa deriva con respecto de lo que podamos saber de ellos.

¿Por qué una entidad jurídica debería tener más intimidad que cualquier persona? Los ciudadanos contamos en esto con una ventaja. Si antes era la falta de información la que nos volvía invisibles, pronto será su exacto contrario, una avalancha de divulgaciones irrelevantes, la que probablemente nos devolverá el preciado anonimato; esperemos que no se vuelva en nuestra contra. Todos podemos publicar, en cualquier momento, que hemos padecido un exceso en el trabajo, se nos ha tratado de manera indebida o, incluso, la vivencia de un despido improcedente; este último caso, quizá más claro, por ser cuando ya no tenemos nada que perder. Pero hay un mundo por descubrir si obligamos a determinadas personalidades a ser, también en esa intimidad recortada, tal y como pretenden que les veamos; algo que hasta ahora conseguían, relativamente, controlando el flujo de información que corría sobre ellos.

Quizá resulta fácil ser optimista con la sociedad de la información y menos divertido es ser consciente de los obstáculos que se encontrará en su camino. Un poderoso gabinete de comunicación tendrá ventaja de antemano sobre un ciudadano cualquiera. Pero también es una cuestión de mentalidad: la credibilidad de los mensajes corporativos, vengan de donde vengan, se encuentra actualmente por los suelos. En cualquier caso, sería una contienda retórica, y no basada en la impotencia total de una de las partes. La otra dificultad es tan antigua como la Historia: siempre habrá quien pretenda encontrar la simpatía de aquellas entidades siendo quien, en este oleaje, se adhiera a la versión oficial. En último lugar, el desencanto; estamos demasiado acostumbrados a que nos mientan como para pretender que nadie, ahora, se escandalice.

Existió una primera resistencia progresista, muy razonable, a la presencia de las cámaras, como también es lógico guardar algo de rencor a unas redes que nos animaron a compartir experiencias que, no lo sabíamos entonces, quedarían cuidadosamente guardadas, archivadas y clasificadas. Puede que estos cambios sean irreversibles si desistimos definitivamente de la intimidad, que es lo que estamos haciendo –mimamos nuestra presencia en las redes sociales como si fueran parte de un currículum-. Por suerte, las figuras públicas están expuestas ahí también y, dada su categoría, cualquier contenido que se publique sobre ellas contará con mucho más potencial que el que lo haga sobre una persona anónima. El cambio real será que a las grandes corporaciones no les quede más remedio que actuar bajo esa misma vigilancia a la que nosotros nos vemos sometidos; quizá entonces consideren la ética en cada una de las decisiones que toman. Recordemos que las cámaras ya no se encuentran solo en las fachadas de los edificios, sino también en nuestras manos.