Soñar, ser, jugar

Artículo publicado anteriormente en diciembre de 2010 en Entiendes, de Cogam.

Cuando sueño cómo me gustaría que fuera la realidad lgtb, la que me gustaría vivir, lo tengo bastante claro: no quiero un mundo propio. Creo que esto nos sucede a todas las personas que formamos parte del colectivo. Ahora, la militancia trabaja con otros baremos, creo que también queda claro en qué consiste el binomio sueño/realidad.

Aún hoy hay quien piensa que las iniciativas para crear espacios de encuentro entre personas lgtb responden a un capricho, a la pereza de no querer ir más allá. Qué tontería. Juraría que casi todas las personas lgtb cuentan con el mismo sueño que yo y, también, aproximadamente -descartando categorías como el lugar o fecha de nacimiento- la misma realidad. Recuerdo las palabras de Ana Milán en el pregón del último Orgullo. “Estoy muy contenta de estar aquí con vosotros, pero más me gustaría no tener que estar, porque este encuentro no fuera necesario.”

Mantengo otro recuerdo de este Orgullo: tantos chicos y chicas, con y sin pluma, en la manifestación, pendientes de qué haría España en el mundial de África, ya que el partido coincidía con la convocatoria principal de las celebraciones. Había quien sacaba su bandera de España al sonar los goles y algún que otro transeúnte con un auricular en la oreja intentando atender al partido.

Siento que el Orgullo está empezando a dejar de ser un mundo propio del colectivo lgtb, si bien sigue liderado por nosotros; y esto me confiere optimismo. Puede haber una oposición entre sueño/realidad, pero cada vez hay menos diferencia entre ese pequeño barrio que tanto nos ayudó a visibilizarnos, y que sigue siendo un lugar de referencia, y el que está fuera de sus muros protectores. Por lo menos, las tentativas de ser más iguales que diferentes, aunque sea por detalles como aquel del fútbol, existen. [Huelga decir que el carácter inclusivo del Orgullo no se trasladó a la noche en que España se hizo con el trofeo, donde la violencia contenida y manifiesta recordaba más al desfile de la victoria de hace setenta años que a lo que pensaba estábamos viviendo entonces.]

Pero no es solo el Orgullo, que es, en toda nuestra ciudad, la semana más señalada del calendario. No es para menos: una oleada de sonrisas y afectos, de gente tomando las calles, una euforia optimista que conquista Madrid durante unos días y que, digan lo que digan, nos cautiva a todos los que le damos una oportunidad. En algo se parece a la Navidad: es triste cuando termina, y volvemos a un mundo, de nuevo, un poco más hostil. Aún así, quedan brotes verdes a lo largo del año; hay montones de parejas de chicos y chicas saliendo por Tribunal, por La Latina, por Lavapiés. Hay parejas de gente mayor –lo vi el otro día- paseando por el nuevo Madrid Río, a plena luz del día. En definitiva, puede que todo ese activismo, que la gente suele despreciar, por haber partido de un mundo propio, esté siendo útil.

Por supuesto, no todos las iniciativas son bienintencionadas, y debe de haber más de uno al que no le haga ninguna gracia que, en el bar de al lado, ya no se metan con nosotros por ser lgtb. La sociedad cambia y quizá, algún día –si no hoy-, la invisibilidad o la represión dejen de ser un negocio estable. Un solo apunte: el mismo mercado que, en su día, se jactaba de haber dado el primer paso por los derechos de las minorías, al mismo tiempo, ha estado eligiendo siempre como cliente potencial al lgtb mayoritario, varón, burgués, con presencia y creatividad en el vestir, y se ha permitido excluir a los demás –qué progresista-. Puedo recordar que a Esperanza Aguirre y Gallardón se les hacía la boca agua, hará un par de años, pensando en el dinero que traería el turismo lgtb a Madrid. Somos una clase adinerada, decían.

Lo confieso, soy muy escéptico con las lógicas del mercado y, desde luego, no delegaría en él la lucha de mi colectivo. A la vez, espero no sea incompatible, suelo defender Chueca a capa y espada. En un mundo en que pasamos más tiempo jugando a ser que, simplemente, siendo, guardaré para ese barrio un lugar en mi corazón; aunque sienta la necesidad de conquistar para mi causa cada rincón de la ciudad, este será siempre mi patio de recreo, porque así lo es para todos los lgtb que vamos allí de cuando en cuando. Un lugar donde echar atrás la mirada y reírnos de nosotros mismos con desenfado. Reírnos de lo que, durante mucho tiempo, y aún hoy, nos llaman quienes no nos conocen; donde parodiamos aquello que se espera de nosotros. Recordaremos las forzadas identidades que, en su día, se crearon en torno a nuestra minoría, la música que abrigó los primeros pasos de nuestra lucha, y haremos de nuevo un activismo propio, que es combatir, con afectos, el desprecio.

Como a Ana Milán, me gustaría que ninguna de estas cosas hubiera sido necesaria. Y es cierto que ya no somos la camionera, el maricón del pueblo, o el guarrete que le da a todo –creo que en la jerga homófoba la transexualidad ni siquiera se contempla-. Ahora somos lgtb, y mañana seremos simplemente personas. Pero, como la realidad ha sido otra, yo, desde luego, no olvidaré aquel mundo propio, el primero que alojó nuestra lucha; le estaré eternamente agradecido, y me iré a tomar una copa allí de vez en cuando, jugando a ser otra vez lo que, quienes vinieron antes, no tuvieron más remedio que ser, y disfrutando al ver cómo, de las herencias culturales de la represión, solo queda la risa de una desenfadada tribu urbana, que elige estar ahí, ya sin la coacción de que el mundo, fuera, pueda ser inseguro.